Geográficamente, Belén se encuentra en mitad del desierto de Judea. Se trata de una pequeña ciudad enteramente cristiana, si bien parte de su población es de confesión musulmana y hay una importante colonia judía. Cuando se acerca la Navidad, crece el flujo de visitantes, muchos de ellos peregrinos, que llegan desde diferentes países, afrontando con paciencia los controles de seguridad y las esperas de los accesos, algo muy común no sólo aquí, sino en casi todos los rincones de Israel.
Una vez en belén, todos los viajeros se dirigen al que podemos considerar el epicentro de todo el interés turístico: la Plaza del Pesebre y las pequeñas calles que convergen en ella. El ambiente es fantástico, aunque difiere mucho del que se respira en las poblaciones de Occidente: no hay mercadillos ni grandes iluminaciones, puesto que aquí todavía prima el aspecto religioso por encima del festivo. La única decoración consiste en miles de velas que se iluminan en Nochebuena y dotan a la localidad de una atmósfera mística y sobrecogedora.
Desde la plaza, hay que caminar hacia la tumba de la matriarca Raquel y la Iglesia de la Natividad, que cada año se queda pequeña a la hora de acoger a la gente que acude a asistir a la tradicional Misa del Gallo.
Como hemos dicho antes, el único “pero” que podemos poner a este viaje es el de las molestias que conllevan los interminables controles y registros necesarios para acceder a la zona. Se trata en realidad de un mal necesario, pues tanto Belén como Nazaret o la propia Jerusalén, son destinos de alto riesgo y permanente objetivo de terroristas islámicos.
Vía: Dónde Viajar.